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Mi celular suena.

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Puede ser cualquier persona, pero de inmediato mi pesimismo muere y solo pienso que finalmente es él quien llama. ¿Será posible? Hace tan solo 3 días que intenté llamarlo un par de veces sin éxito y ya me está devolviendo esa llamada. Todo un nuevo récord. Tengo que contestar antes de que recuerde que tenía compromisos más urgentes o importantes que hablar conmigo y cuelgue.

Me acerco a mi celular.

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Por un lado, respeto su decisión de mantener su número privado, es algo que no voy a poder cambiar por más que intente decírselo. Por otro lado, recuerdo muy bien las razones inmencionables por las cuales decidió que su número no fuese fácil de encontrar. Incluso llegó a poner el número de nuestra casa a mi nombre cuando yo apenas tenía 18 años y me sentí todo un terrateniente, dueño de 1.25 centímetros cuadrados en la guía telefónica desde 1989.

Que la posibilidad existe que no sea él, claro que existe.

Pero en estos momentos esa posibilidad - al menos en mi cabeza - es nula.

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Contesto, con emoción en mi voz.

“¿Aló?”

Solo espero que sea su voz grave y armoniosa la que me diga “Hola, hijo”.

Hace unos 2 años decidí tomar el control sobre una propiedad que mi abuela le había heredado a mi mamá y que ella a su vez decidió heredarme en vida. No ha sido un proceso fácil: mi mamá aún resiente que haya tomado el control sobre algo que ella decía administrar, pero que estaba dejando caer. Me ha costado más dinero del que tenía planeado, pero hoy me siento orgulloso de mi inversión y de decir que esos locales esquineros son míos.

Hoy soy un pequeño terrateniente de verdad.

“¿Aló? Buenas. Quisiera saber en cuánto están alquilando el apartamento en Heredia”

Respondo, vacío de toda emoción y lleno solamente de esperanza de tener un inquilino que pague a tiempo lo renta y que no destruya mi inversión.

La probabilidad nula pasa a tener valor de uno.

Nuevamente.

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