Nací con
ictericia, un nivel muy alto de bilirrubina en la sangre. En mi caso, era tan
alto que requirió una transfusión de sustitución sanguínea completa para que
pudiese sobrevivir. De no haber sido por esa transfusión de sangre A Rh
negativo, el calor y la vida se hubieran ido de mí.
Pensar en Abuelo
me trae recuerdos de calor y vida. Me es posible cerrar los ojos y recorrer
cada centímetro de la casa vieja de mis Abuelos y verlos ahí, siempre juntos y
sonriendo. Recuerdo despertarme muchas mañanas en esa casa y oler el café
recién hecho por Abuelo, con el sonido del Ave María de Radio Reloj sonando
primero a las 6 de la mañana y luego al mediodía, cuando Abuelo volvía de la
fábrica y antes de almorzar, se rasuraba en el lavamanos que había en el
comedor. Lo observé haciendo eso muchísimas veces en mi vida, mas nunca me
atreví a jugar son su rasuradora de navaja, solo con la espuma de afeitar.
Recuerdo la sonrisa de Abuelo cuando veía que había movido su carro en el
garaje con esas ganas de pre-adolescente de hacer lo mismo que mis tíos y sacar
el carro del garaje e irme solo hasta el cementerio; pero eran otros tiempos y
cruzar el portón de metal del garaje era meterse en problemas y por eso nunca
lo hice.
Recuerdo el
calor que se sentía en la casa – en mi mente, nunca hubo estaciones lluviosas
ni frías mientras esa casa estuvo en pie – desde que uno entraba por la puerta
principal, único obstáculo entre la vía férrea y un mundo lleno de alegría y
espacio para jugar. Esa puerta de madera, con ventanita de vidrio para ver
quién tocaba la puerta, era el punto de entrada a un mundo donde se podía jugar
en la sala donde colgaban los retratos de los cuatro hijos, del cuarto de mami
y tía Ligia donde había un tocador que parecía salido de una casa de muñecas,
del cuarto de los gemelos con su pared chorreada que evocaba alucinaciones, el
cuarto de los Abuelos, el más oscuro de toda la casa por no tener ni una sola
ventana pero donde se sentía la luz permanente de los Abuelos en todo momento y
desde donde salían las conversaciones nocturnas más simpáticas: “Miguel, ¡te
estás durmiendo”, le decía abuela a Abuelo todas las noches mientras él,
sentado en la cama, rezaba el rosario, del cual no pasaba del primer misterio. Abuelo
siempre respondía “No, Tica, no estoy dormido” y pronto regresaba a cabecear
mientras intentaba rezar su último Ave María del día.
El calor y
la vida reinaban en toda la casa y era debido a ambos. Como digo, para mí
siempre hubo sol en esa casa llenando casi todos los rincones y ver a Abuelo
que pacientemente me dejaba ver televisión mientras él intentaba leer el
periódico o abuela pidiéndome que le fuera a buscar el “mataburros” porque el
crucigrama de ese día estaba más difícil que los anteriores me evoca una
alegría inmensa de haber podido disfrutarlos tanto en vida. Abuelo siempre
tenía algo qué ponerme a hacer, desde ir por huevos al gallinero hasta cuidar
la oficina de Heredia yo solo a los 15 años para que Don Omar viera lo difícil
que era lidiar con él por radio todo el día. Cuando me puse a intentar coger
café con varios compañeros del colegio, Abuelo vio lo que habíamos recogido a
las 11 de la mañana y nos dijo “les puedo pagar llevándolos de regreso a
Heredia” y, aunque decepcionado por no haber llenado ni media canasta, me di
por satisfecho con la paga. Igual me encantaba ir con él al beneficio de café a
dejar el café que se recogía de verdad en la fábrica y oler todos esos miles de
granos que le iban a permitir a otras familias que hubiera un olor agradable
todas las mañanas en sus casas.
Abuelo daba
calor y vida; con cada salida que hiciéramos, fuese a Palomo, Ciruelas,
Alajuela, Puntarenas, Grecia, siempre había la promesa de un paseo feliz, con
picnic o almuerzo de por medio. Ni qué decir de los paseos a Mata de Limón,
donde todos nos volvíamos una única familia que no solo sobrevivía, sino que
vivía felizmente durante días en una casa que nos albergaba a todos con el
mismo calor que en Heredia. Abuelo me sonreía en la fábrica, cuando de reojo lo
veía abriendo la caja fuerte, con la esperanza algún día de aprenderme la
combinación (lo cual logré, pero nunca lo usé a mi favor, lo más que robé de la
oficina de Abuelo fueron blocks de notas para escribir mis cuentos). De todos
los nietos, no creo que haya habido otro que haya pasado tanto tiempo de sus
vacaciones en la fábrica, donde también Abuelo lograba transmitir ese calor de
familia. Lo recuerdo cuando me llamaba “¡Tito, ya me voy!” para llevarme a
almorzar donde abuela, lo que me hace regresar en esta serie de recuerdos a la
casa.
Esa casa ya
no existe, así como los Abuelos se fueron, se llevaron ese calor y esa vida que
solo ellos podían proporcionar. Los Abuelos siempre van a vivir en mis
recuerdos más felices y lo que más lamento hoy de que se hayan ido es que Karla
no los haya podido conocer porque sé que los hubiera amado con mi mismo amor y
que ninguno de los dos pudo esperar a que yo les diera un bisnieto. Mi sueño
más ambicioso es poder dar calor y vida como Abuelo y Abuela lo dieron siempre.
El día que Abuelo
tuvo un paro cardíaco, hoy hace 13 años, me llevaron al hospital de Heredia
para ver si mi sangre era compatible con la de Abuelo para hacer un último
intento de mantenerlo con vida. Hasta ese entonces yo no me había preocupado
por mi tipo de sangre, nunca aparte de cuando nací había necesitado una
transfusión sanguínea, mucho menos donar sangre. Ese día, 29 de diciembre de
1998, me enteré que mi sangre era una de esas sangres difíciles de conseguir: A
Rh negativo, el mismo tipo de sangre que Abuelo. Desde ese día, pienso que fue Abuelo
el que en 1971 me volvió a dar calor y vida pocas horas después de nacer y me
permitió vivir todo lo que he vivido hasta hoy. A él, mi eterno agradecimiento
y amor.
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